La imagen social de las personas LGBT casi nunca las relaciona con la vejez. Hasta el punto de que la mera existencia de una persona mayor gay, lesbiana y, no digamos, transexual parece a ojos de la sociedad como difícil de asumir. Estamos ante una población silenciada y, en buena medida, olvidada por la sociedad, los poderes públicos e incluso la práctica y teoría gerontológica dominante. Una población prácticamente invisible que ve, por eso mismo, gravemente comprometida la efectiva realización de sus derechos. Porque esas personas existen. Y no solo tienen necesidades propias que cubrir sino que son titulares de derechos.

Tradicionalmente se ha centrado la discusión en torno a las minorías sexuales fijando la atención en la sexualidad. Pero este énfasis habría generado como efecto colateral que el abordar cualquier otro tema de discusión – como la posición social y necesidades de los mayores LGBT – parezca algo casi fuera de lugar. La errónea pero muy extendida idea de que los ancianos y ancianas son seres asexuados tampoco ayuda a visibilizar socialmente a este colectivo: parece más bien sugerir que, a medida que se van haciendo mayores, dejan de ser lesbianas, gais o transexuales para convertirse en alguien sin sexo.

Este colectivo se encuentra en una encrucijada en la que interseccionan al menos dos ejes diferentes de discriminación: la relacionada con la edad avanzada (edadismo) y la relacionada con su orientación sexual o identidad de género (homofobia o transfobia). La sociedad en la que vivimos y hemos construido es sibilinamente edadista, valora escasamente la vejez y discrimina a los mayores; simultáneamente, continua siendo, a pesar de los evidentes avances, persistentemente hetersosexista y, en consecuencia, todavía poco respetuosa con la diversidad sexual y afectiva. La mera existencia de las personas mayores LGBT, y su necesaria articulación como sujetos de derechos, cuestiona fuertemente todas esas premisas discriminatorias: ni todas las personas mayores son iguales, ni son seres asexuados, ni, como es evidente, son siempre heterosexuales.

Pero el grupo que ejerce la discriminación y, en consecuencia, la opresión no es siempre el mismo. Las personas mayores LGBT son discriminadas: primero, dentro de la sociedad en general, como personas mayores; segundo, como personas mayores y pertenecientes a una minoría sexual; tercero, dentro del grupo de las personas mayores, como homosexuales o personas trans; y, en cuarto lugar, como personas mayores dentro de la misma comunidad LGBT.

Porque no hay que olvidar que en el seno de la comunidad LGBT persisten numerosos rasgos de edadismo. Por ejemplo un famoso estudio norteamericano de 2005 que trataba de analizar la percepción de envejecimiento en la comunidad LGBT descubrió que los hombres gais consideraban a otro gay como viejo a partir de los 39 años, y las lesbianas a partir de los 49 años. Es decir, en una comunidad donde los gais veinteañeros consideran a los gais treintañeros como irrelevantes, la existencia de gais octogenarios y la gestión de su bienestar supone un reto evidente.

Pero, ¿cuáles serían esos retos? Son múltiples y abarcarían desde su posición económica y los recursos materiales disponibles, hasta cuestiones relacionadas con su salud, pasando por la provisión de cuidados. Me gustaría incidir especialmente en este último aspecto.

Hoy por hoy, los servicios sociosanitarios y residenciales españoles dedicados a la atención de las personas mayores se encuentran poco preparados para esos desafíos de integración. La necesidad de institucionalización, de acceso a una residencia u otros dispositivos de atención geriátrica en algunos procesos de envejecimiento resulta especialmente compleja para las personas mayores LGBT que, en líneas generales, muestran poca confianza en que, si revelan su condición, se les trate adecuadamente y se les respete en su forma de vida. En un contexto en el que, en el mejor de los casos, se desconoce su mera existencia, y en el peor de los casos, el prejuicio está presente entre los profesionales o entre los demás internos, es fácil sentir la presión de volver al armario en la vejez. Para autoprotegerse y con el fin de recibir la atención y cuidados requeridos.

Por ello resulta clave emprender y fomentar acciones que contrarresten a la homofobia y transfobia en las instituciones, los servicios y entre los profesionales y usuarios dedicados a las personas mayores. La intervención debe girar al menos en torno a tres ejes diferenciados: la formación y sensibilización de los y las profesionales implicados que facilite la mejor adecuación de las estructuras sociosanitarias, asistenciales y residenciales; la necesidad de creación de espacios propios y de ámbitos de visibilidad para el colectivo; y, de forma más genérica, la lucha contra la discriminación que implica tanto la homofobia (y transfobia) como el edadismo a través del fomento del cambio social y la construcción de sociedades más abiertas a la diversidad.

En concreto, la adecuación de las estructuras socio- sanitarias pasaría por muy diversas intervenciones: revisión de los protocolos y documentos que se utilizan en la gestión administrativa para atender a la posible diversidad afectiva y sexual; políticas que permitan a las parejas del mismo sexo continuar su vida juntas cuando estén institucionalizados; políticas sanitarias que contemplen la existencia y los derechos en la toma de decisiones críticas de las denominadas familias de elección; comprensión en el diseño los programas de apoyo a los cuidadores/as de la experiencia de envejecimiento y vida en pareja de las personas no heterosexuales. Aunque la existencia de centros residenciales específicamente dirigidos a las personas mayores no heterosexuales puede ser una solución (quizás demasiado condicionada por la capacidad adquisitiva) no debe hacernos perder de vista la necesidad de que estos criterios antidiscriminatorios penetren e informen la red pública de servicios dedicados a las personas mayores.

En otro orden de cosas, tampoco los colectivos LGBT han sabido siempre vehicular adecuadamente y con efectividad los derechos, reivindicaciones y necesidades de las personas mayores. La visibilidad social que han conseguido por ejemplo para los gais y lesbianas jóvenes, contrasta con el olvido de los mayores incluso dentro de los programas, dispositivos e iniciativas puestas en pie por estos mismos colectivos reivindicativos.

Por ello los grupos y colectivos LGBT deben realizar un esfuerzo mayor por integrar en sus reivindicaciones y en los servicios que articulan a las personas mayores. El edadismo está demasiado presente en el mundo LGBT. La intervención debe abarcar desde la creación de espacios de encuentro específico para las personas mayores LGBT para que no se vean expulsados y rechazados del ambiente, hasta la articulación (o la colaboración con los ya existentes) de servicios relacionados con la provisión de cuidados, el apoyo a los cuidadores, etc. El intercambio intergeneracional siempre resulta fructífero pero puede ser incluso especialmente enriquecedor entre estos colectivos que han sufrido una vida de discriminación y que han vivido situaciones y momentos claves en el surgimiento de los movimientos LGBT y en la lucha por los derechos del colectivo. Ante la situación de las personas mayores LGBT la opción por el activismo aparece no solo como la correcta sino como inevitable.

Con todo tenemos que ser optimistas y reconocer que las cosas están cambiando como demuestran iniciativas como esta misma publicación. A pesar del largo camino que queda por recorrer, con esfuerzo, poco a poco y a través de la labor de los/las activistas LGBT y, en general, de todos las personas preocupadas por la justicia y la igualdad, estos grupos se hacen más visibles y se avanza hacia un reconocimiento pleno de sus derechos. Lo cual parece un rasgo indispensable de lo que debería ser una sociedad decente.

Jorge Gracia Ibáñez
Doctor en Derecho (programa de Sociología Jurídica) por la Universidad de Zaragoza. Actualmente da clases en la Escola de Criminología de la Universidad de Oporto (Portugal) y en la Universitat Oberta de Catalunya. Es miembro del Laboratorio de Sociología Jurídica de la Universidad de Zaragoza. Su tema de investigación principal es el maltrato familiar hacia las personas mayores. Ha publicado una monografía sobre esa cuestión y colaborado en varios libros colectivos así como diversos artículos en revistas científicas nacionales y extranjeras sobre diversos temas: maltrato familiar, violencia de género, derechos humanos, derechos sociales, grupos vulnerables, discriminación y minorías sexuales. Varias de esas publicaciones tienen que ver con las relaciones entre cine y derecho.